sábado, 29 de marzo de 2008

Rama, entrando en una capilla


No es buena cosa comentar un libro desde recuerdos añejos, como son los que yo poseo de Cita con Rama, de este Mr. Clarke que nos ha dejado sin poder viajar hasta la base Clavius en Aristarco, ni poder acariciar el hipercable que izaría uno de esos ascensores hiperbólicos y estratosféricos que gustaba de recomendar a quien le leía.

En Cita con Rama nos hizo entrar en una gigantesca capilla abandonada, con funcionalidades de macronave generacional contenedora de habitantes. Para Clarke, la tecnología muy desarrollada era como la magía, inspiradora de reverencia, y es con este sentimiento como procede a darnos entrada en ese gigantesco panteón abandonado, ese contenedor de prodigios alienígenas.

Si con Stanislaw Lem lo desconocido cósmico provocaba extrañeza profunda e incomunicación, con Clarke era todo lo contrario, infundía la reverencia por la magia en quienes ya tenían vocación previa de magos (o aprendices de brujo), esos descendientes nuestros que se aventuraban mas allá de la atmósfera. De hecho, la misma lejanía y majestad de esas civilizaciones tipo III que se van encontrando despierta esperanzas de una posible fusión-aunque sea espiritual-con las mismas.

Como era un optimista tecnológico trataba con mimo y realismo el despliegue tecnico humano. Una muestra de ese mimo es que los expedicionarios terrestres en Rama, una pandilla de boy scouts democráticos, optimistas y políticamente correctos, consiguen entender buena parte de lo que ven, aunque desde luego no todo, ciertamente, así como sobrevivir a la aventura.

Levantemos una lanza por el, venga, ya que si bien los personajes pueden ser olvidables, la inventiva desplegada con el vehículo Rama me hizo evadirme con gusto mientras la leía, disfrutando de esa ambición imaginativa , deambulando por un marco físico grandioso y epatante, tanto como esas primeras escenas, cuando entran a oscuras y vagabundean por dentro...

Era, desde luego, un progresista lineal incurable y un místico de la carrera espacial, porque el espacio astronautico y estelar era para el como un sustituto de Dios y lo religioso. Uno le sigue recordando con simpatía, algo menoscabada por todas esas secuelas que vinieron después, esos Venus prime, etc.

Bueno, ya es tarde y Rama es solo recuerdo, descansen en paz Clarke y sus concepciones. Un abrazo con escafandra para todos

miércoles, 12 de marzo de 2008

10.000 bc


Bajar a la city desde mi exilio temporal ofrece la posibilidad de contemplar películas tan maravillosamente prescindibles, olvidables, aparcables y relegables como la que me ocupa en estos momentos. Me creo que les pueda haber costado un pastón, pero resulta preocupante esta incapacidad, o falta de voluntad, para hacer que se note.

Todo comienza con una voz en off, una de las cinco o seis voces de siempre, que nos pone en antecedentes sobre la "...leyenda de la niña de ojos azules..." y nos promete que al acabar de narrar nos enteraremos de porque llegó a ser leyenda, cosa que para desgracia nuestra se cumple, reos como somos de la butaca y de la entrada que hemos pagado e incapaces de darle a la dichosa niñita lo que se merece.

El despliegue narrativo subsiguiente, que tiene como eje el esquema de chico encuentra chica, chica es secuestrada y chico la sigue hasta que la rescata, no tendría nada de malo en sí mismo, ya que puede ser filmado de manera muy decente y dar lugar a una aventurita digna y honesta y todo eso que se dice. Lo malo es que, ay, con Roland "Stargate" Emmerich hemos topado.

Y es que, era de esperar que el responsable de aquel bodriete infecto de serie C perpetrara toda una serie de atentados contra la inteligencia, dejando más daños colaterales que Bush en Irak. Debe de ser porque en las reuniones de los creativos de Hollywood intentan producir eso que llaman brainstorming, tormenta de ideas, que posiblemente esté muy alejado de la auténtica sinergia productiva. Generalmente se suele llevar el gato al agua el mandamás y así nos va, ya que el interés por el rigor y verosimilitud que demuestra tener es el mismo que la mosca del vinagre.

Porque resulta ser hombre de imágenes e ideas fijas. Otra vez hay un malo que, con el habitual toque magufo del Roland "...dicen que viene de las estrellas o de un continente hundido...", ale, toma del frasco y también, otra vez, manda construir una pirámide en medio del desierto a un montón de esclavos aunque aquí, y a diferencia de Stargate, les pone cerca de un río, a ver como beberían sino...
Y eso que se supone que hace 10.000 añitos aún "eramos", ejem, paleolíticos y las pirámides se hicieron mas tarde, saliendo ya del neolítico...

Para reforzar esta manía piramidal de Emerich, proveniente de la egiptología magufa más delirante, la fuerza de trabajo se ve ayudada por unos mamuts lanudos ¡¡¡ en pleno desierto !!!. Es muy gracioso lo de estos mamuts porque, por apariencia y por los tirones repentinos al moverse, recuerdan bastante a los de Ice age, la Edad del hielo, je, je, por no hablar del dientes de sable que ya parece directamente trasplantado de allí, con esos saltitos repentinos de polichinela.

Otra barrabasada es la presencia de unas aves gigantescas mu malas que persiguen a los buenos y que en realidad existieron hace catorce millones de años, en pleno Terciario, pero ¿para que dejar que este pequeño detalle nos estropee la historia? Total, solo se trata de pollos grandotes, furiosos por haber sido resucitados en el paleolítico y tener que perseguir a un actor mediocre que, por cierto y como era de esperar, resulta ser el Elegido de siempre, todo según la habitual profecía coñazo de costumbre.
Es, en fin, una orgía de lo anacrónico-contextual, propia de un Juan josé Benitez o un Von Daniken.

Y sí, ciertamente nos enteramos de porque se gestó la leyenda de la niña de los ojos azules, detalle que no cuento por las ligeras arcadas que me dan y por no desvelar el final de la, ejem, historia o lo que sea.

El misterio, la auténtica leyenda, es la de la desaparición de las neuronas perdidas durante el visionado de esta peli. No se, noto que mi espesor mental es mayor que antes de verla y esto aumentará seguramente cuando me vaya otra vez a mi enclave rural habitual...

Bueno, un abrazo espesillo para todos.

lunes, 3 de marzo de 2008

La maldición del tiempo


Además del tiempo cosmológico que nos contiene habitamos un tiempo personal que nos condiciona. Bueno, no es tanto el tiempo como la estructura organizativa del mismo en función de los quehaceres cotidianos, esa lacra, esa pesadilla, ese invento de algún castrado para el hedonismo, de esos que asesinaron al homo ludens y elevaron al homo faber.

Por culpa de los quehaceres dichosos debo estar exiliado de mi ciudad, mi vida social, mi ordenata, los cines, las compras compulsivas, el ruido de los coches, las minifaldas, etc, durante cinco días a la semana, en un enclave rural boscoso que se asemeja a una zona desmilitarizada y clasificada dentro de un expediente X. Habitarla me está produciendo un agobio semejante al de la convivencia forzada en los programas de telerrealidad, me siento como el Jack Nicholson de El Resplandor, con impulsos homicidas larvados hacia los semejantes rústicos que me rodean.

El fin de semana, cuando llega, se convierte en un quiero y no puedo, en mil historias para concluir sin poder. Menos mal que todo esto solo durará hasta junio, cuando espero poder volver a la apacible mediocridad de mi vida urbanita, donde reinan las zapatillas de estar por casa y la molicie más atroz e improductiva. Bueno, cuando regreso del curro, je, je

En algún momento se decidió, por lo del tiempo ese y a raíz de las necesidades litúrgicas de los monasterios del norte de Europa, para saber la hora del rito y tal, el desarrollar relojes mecánicos eficaces, ya que en invierno los de agua se congelaban. Así pues, en el siglo XIII nacieron los relojes mecánicos de pesas.

El maldito invento de las narices se expandió como las pestes de esos siglos y pronto obreros textiles y diversos gremios regulaban sus ciclos por medios externos y ajenos a ellos.

Los industrialistas agudizaron todavía más el asunto. Cambiaron la percepción individual del tiempo mismo. Antiguamente, el trabajo se definía por la naturaleza de la tarea y las fases estacionales de la producción establecían el ritmo vital, alternando periodos de intensa labor y otros de ocio, pero ahora en las fábricas, el trabajo era sólo cuestión de cuantas horas se empleaban en el y cuantas unidades se producían. Un predicador metodista de la época señalaba:

"...me he dado cuenta de que la maquinaria induce el uso del cálculo en las gentes..."
Je, angelito mío, lástima no le metieran el metodismo ese por donde nunca sale el sol, en fin...

Pues eso, se impusieron las tarjetas y registros de puntualidad, así como cronómetros, vigilantes y multas por retraso; el reloj de la fábrica solía estar encerrado de forma que nadie pudiera alterarlo.
En 1770, un defensor de este sistema cabroncete, William Temple, partidario a lo que se ve del sadismo social arriba-abajo, afirmó que los niños pobres debían ser enviados a los cuatro años a ciertos talleres ocupacionales, donde recibirían dos horas de clase y que debieran estar ocupados por lo menos doce horas diarias:

"...porque así, cuando crezcan, estarán acostumbrados a la ocupación y productividad continuas..."

A finales del siglo XIX, los efectos de este golpe de estado temporal y ocupacional habían configurado un mundo nuevo, un valiente mundo feliz. La vida de los trabajadores estaba ahora dividida en intérvalos ordenados ya que era necesario adaptarse a las máquinas. Y son estas las ganadoras o, al menos, el espíritu mecanicista y mecanizante.



De todos estos detalles habla un fascinante libro, Del hacha al Chip, que pese al título no tiene nada de canto triunfalista sobre del progreso y sí, mas bien, de balance de pérdidas y ganancias, de hallazgos pero también de despedidas irrevocables. Y el simio de la portada es encantador.

Mi ganancia personal, en este caso, sería mi capacidad de gastar para consumir, de hecho, antes de dejar de consumir alguno que otro quizá hasta mataría, todo por no salir del trance de la compra continua y de certificar que estás a la moda. Sobre este trance, este estado de consciencia que llevamos puesto los urbanícolas modernos, que consumimos no solo objetos sino también sensaciones y autoimágenes siempre cambiantes, habla Zygmunt Bauman en La Sociedad líquida, otro ensayo de los que hacen que te desangeles. Eso sí, como buen consumidor líquido al acabarlo puedes aparcar la desazón y seguir como antes.

Como llevo a cuestas la condena del escaso tiempo libre, las entradas de este blog son tan exiguas como el agua en nuestros pantanos, y se me ponen los dientes largos cuando leo el material y las participaciones de los amiguetes blogosféricos. Intentaré no perder la comba. Un superabrazo perezoso y nada productivo a todos.

pd: pensaba citar El derecho a la pereza, pero no recuerdo el autor, en este pueblo estoy perdiendo la memoria...