La llegada se efectúa en medio de un caos de gente y ruido y en un estado de debilidad física y mental. Muchas veces lo hacemos a bordo de vehículos ululantes, en medio de compuertas que se abren, con lo que el escenario de la entrada ad inferno está servido.
Te colocan, a continuación, un código de barras en la muñeca, se te pregunta por tus sensaciones corporales más íntimas, te suben a una silla de ruedas, ¿Qué, nos parece poco como agresión inicial?
Pues aún hay más; nos llevan a una sala denominada de "triaje", donde tendremos ocasión de juntarnos con más personas con la muñeca etiquetada y que relatan diversas odiseas alienantes, mientras hacemos frente a una espera larga e indeterminada, que termina cuando nos llaman para interrogarnos.
La entrevista subsiguiente se produce asumiendo nosotros un estado despersonalizado, en el cual no importan nuestros sentimientos sino tan solo ciertos síntomas corporales muy específicos.
Estas señales nuestras, tan íntimas, serán juzgadas con baremos que no nos pertenecen, por personas a las que parece molestar cualquier atisbo de humanidad concreta por parte nuestra.
Una vez las hayamos contado, alea jacta est, cruzamos el Rubicón, ya no podremos ejercer el más mínimo control sobre nuestro tiempo personal. A partir de ese momento, seremos despojados de nuestras ropas para vestir otras más toscas, con el detalle de que permiten el acceso libre a partes variadas de nuestra anatomía, por parte de terceros no afectados por el protocolo social habitual.
Se rompe así, la barrera protectora que representa el vestuario personal y, por ello, nuestro organismo pasa a ser de dominio público.
Para rizar el rizo, nuestra movilidad se ve limitada seriamente con la confinación forzosa a un habitáculo con numerito y se nos impone un biorritmo mecanizado; nuestras secreciones podrán ser demandadas a horas intempestivas y el alimento se nos suministrará en un intervalo de tiempo prefijado.
Desaparecerá, asimismo, la intimidad del sueño nocturno, al igual que el derecho a conciliarlo ya que, multitud de operaciones nocturnas y ruidosas, que incluyen el allanamiento ocasional de nuestro habitáculo, harán que nuestro sueño se parezca, más bien, a un coitus eternamente interruptus.
La experiencia tan estresante que, como habréis adivinado, no pertenece al ingreso en Auschwitz ni a una abducción alienígena, sino a la entrada por urgencias en un hospital de la SS (vaya iniciales, glabs) es uno de los extremos, uno de los traumas principales de la vida cotidiana de los peatones modernos.
Es un tributo que hemos aceptado pagar, pero que a muchos ha traumatizado y marcado sus vidas, con un recelo y una paranoia hacia la profesión médica difíciles de borrar. Los propios profesionales del sector, muchos de ellos, hacen lo posible por aliviarlo, pero no todos, ay.
Pensé en ello durante estos días, acompañando a un familiar que, afortunadamente y al poco tiempo, salió con el alta, loados sean los dioses de la medicina.
Quien no paraba de denunciarlo, aunque en el ramo más sórdido, eso sí, de las urgencias psiquiátricas, era aquel psiquiatra tan peculiar llamado Ronald Laing. En libros como Razón, demencia y locura, El Yo y los Otros, El Yo dividido, La voz de la experiencia, etc, abogaba por la desaparición de las barreras y el etiquetado entre nosotros y "ellos", los trastornados mentalmente y que, debido al aislamiento, los corsés sanitarios, los tratamientos agresivos, la cultura médica orientada al estigma conceptual respecto de la enfermedad mental, jamás alcanzaban una integración total.
No por ello idealizaba la condición de enfermedad mental ni negaba su sufrimiento e incapacitación reales.
Algunos seguidores suyos, más extremistas, sacaron de quicio el movimiento de la antipsiquiatría y lo convirtieron en sinónimo de excarcelar "locos", cosa que el solo recomendaba tras cuidadosos y pormenorizados estudios de cada caso.
Son reflexiones que te vienen cuando miras esas microsociedades de castas que son los hospitales, con sus doctores, enfermeros y enfermos y sientes la agresión mecanizante que supone entrar como materia prima.
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2 comentarios:
Curioso lo que dices Francisco, curioso porque a mí me ha tocado vivirlo desde el otro lado a través de mis padres. Los trabajadores de la salud también se sienten masificados y etiquetados, ultrajados por las exigencias de pacientes que en ocasiones no están tan mal y no tienen empatía para con aquellos que realmente sí requieren la atención.
También pasa que el personal médico se acaba insensibilizando, sufriendo del famoso Burnout que les da sobre todo a aquellos que tienen que trabajar en atención a terceros, y es que si no erigen una barrera tras la qué escudarse acaban destrozados por dentro ante la avalancha de dolor humano que tienen que afrontar día tras día...
Muy dificil realmente, porque todos queremos sentir que se nos considera como personas, pero muchas veces no damos ese trato a los demás cualquiera que sea el lado en que nos encontremos. :(
Este es un tema delicadísimo, Errantus, porque la masificación de los hospitales modernos se cobra sus primera víctimas en las plantillas, con turnos irracionales y condiciones laborales alienantes.
Estoy de acuerdo en ello, y gracias a Dios que he mencionado lo de que "muchos de ellos hacen lo que pueden".
De hecho, terminé la entrada con cierto remordimiento por si había sido demasiado parcial.
Lo de que muchos médicos tienen el síndrome de estar "quemados", es uno de los descubrimientos más inquietantes que haces cuando te reciben, por la manera que te hablan, por que apenas te miran, por su laconismo, porque te cortan y piden que vayas al grano.
A ello se une, últimamente, el de que cuando ya te lanzas a explicarle, justo entonces, suena su móvil, je, je
De todas formas, siempre ayuda ir con educación por delante, no falla con nadie.
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